El administrador de una sociedad de capital es la persona encargada de actuar en nombre de dicha sociedad. Los administradores de una sociedad tienen que cumplir con diferentes obligaciones a la hora de desempeñar su cometido.
El Deber General de Diligencia
El deber general de diligencia implica que el administrador debe cumplir con sus responsabilidades con la diligencia de un ordenado empresario. Es decir, el empresario ha de desempeñar su actividad con mayor previsión que la del mero padre de familia y evaluando las incidencias de su actividad, analizando los riesgos y asumiendo sólo aquellos que no pongan en peligro la solvencia de su empresa.
Acción Individual de Responsabilidad
La acción individual es la acción que puede ejercitar un socio o un tercero cuyo patrimonio ha resultado perjudicado por las acciones dolosas o culposas del administrador. Podrán entablar esta acción de responsabilidad de los administradores en defensa del interés social, el socio o socios que posean individual o conjuntamente una participación que les permita solicitar la convocatoria de la junta general cuando la sociedad no la entablare dentro del plazo de un mes, contado desde la fecha de adopción del correspondiente acuerdo, o bien cuando este hubiere sido contrario a la exigencia de responsabilidad.
Business Judgement Rule: Protección de la Discrecionalidad Empresarial
La regla de la protección de la discrecionalidad empresarial, también conocida como business judgement rule, ha sido traída del Derecho norteamericano. Primero por la doctrina y la jurisprudencia. Y, desde la reforma introducida por la Ley 31/2014, de 3 de diciembre, por la que se modifica la Ley de Sociedades de Capital en materia de gobierno corporativo (la “Ley 31/2014”), presente en nuestro ordenamiento positivo; en concreto, en el artículo 226.1 de la Ley de Sociedades de Capital (“LSC”).
Regulación y Aplicación
Comencemos por situar el artículo 226.1 LSC y recordar qué dice exactamente; cómo se encuentra formulada la regla en nuestro Derecho positivo. Punto de partida: la regulación general de los deberes de los administradores, que surge de la combinación de los deberes fiduciarios generales enunciados en los artículos 225.1 y 227.1 LSC: los administradores tienen la obligación de desempeñar su cargo con la diligencia de un ordenado empresario y de un representante leal. Según el artículo 225.1 LSC, “los administradores desempeñarán su cargo con la diligencia de un ordenado empresario”, frase con la que se enuncia el deber general de diligencia. Por su parte, el artículo 227.1 LSC dispone que “los administradores deben desempeñar el cargo con la lealtad de un fiel representante, obrando de buena fe y en el mejor interés de la sociedad”. De esta manera se formula el deber de lealtad.
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Entre esas dos normas se inserta el artículo 226 LSC, que precisamente lleva por rúbrica “protección de la discrecionalidad empresarial” y establece en su apartado 1 que “en el ámbito de las decisiones estratégicas y de negocio, sujetas a la discrecionalidad empresarial, el estándar de diligencia de un ordenado empresario se entenderá cumplido cuando el administrador haya actuado de buena fe, sin interés personal en el asunto objeto de decisión, con información suficiente y con arreglo a un procedimiento de decisión adecuado”. El apartado 2 aclara que no se encuentran incluidas dentro de ese ámbito de discrecionalidad protegido por la norma las decisiones que afecten personalmente a otros administradores y personas vinculadas, lo que no es sino concreción del límite que para la aplicación de esta regla supone el deber de lealtad respecto de esas personas.
Para analizar los problemas prácticos que suscita, conviene formular algunas consideraciones de partida que permitirán identificar el que podría denominarse hábitat o espacio natural de aplicación de esta regla. En primer lugar, es importante tener en cuenta que se refiere a las decisiones estratégicas y de negocio, respecto de las cuales los administradores, al tomarlas, realizan un juicio discrecional. Quedan fuera las que se consideran decisiones no discrecionales, es decir, las que tienen un contenido marcado por la ley, los estatutos o los acuerdos de junta. Siempre hay, no obstante, como en todo en la vida, zonas de gris, porque determinadas decisiones pueden tener a la vez un componente discrecional y un elemento no discrecional. En segundo lugar, la business judgement rule está conectada, en principio, con el deber de diligencia. No, en realidad, con el deber de lealtad, como resulta de la propia norma y del apartado 2 del artículo 226 LSC en cuanto se refiere a decisiones estratégicas y de negocio que afecten personalmente al propio administrador o a otros administradores y/o personas vinculadas. En tercer lugar, como se puede comprobar con facilidad, en la mayoría de casos la posible aplicación de esta regla se planteará en el terreno de una acción social de responsabilidad en la que se esté valorando si el comportamiento de los administradores ha causado o no un daño patrimonial a la sociedad. Afecta al primero de los presupuestos: el de la realización por el administrador de una acción u omisión de los administradores contraria a sus deberes (en este caso, el de diligencia). No a los demás presupuestos de la acción: daño y relación de causalidad.
Por tanto, con carácter general, lo normal será que la aplicación de esta regla se plantee en situaciones en las que, en una acción social de responsabilidad de administradores, se cuestiona una decisión empresarial o de negocio desde la perspectiva del deber de diligencia. Ese sería, como decíamos, el hábitat natural para la invocación de esta regla.
Significado y Alcance de la Regla
Son varias los planos o niveles de análisis que pueden distinguirse. El primero se sitúa en la relación directa entre el deber de diligencia y la regla. El siguiente, en los presupuestos para su aplicación y en la determinación de a quién corresponde la carga de la prueba de la concurrencia de esos presupuestos. Veamos ahora el primer plano. Lo que dice la norma es que “el estándar de diligencia de un ordenado empresario se entenderá cumplido cuando el administrador haya actuado de buena fe, sin interés personal en el asunto objeto de decisión, con información suficiente y con arreglo a un procedimiento de decisión adecuado”. Se viene, así, entendiendo que si se dan los presupuestos de aplicación de la regla, la consecuencia es que se considera que el administrador ha actuado de forma diligente, con independencia de cuál haya sido el resultado de ese comportamiento. Su aplicación opera, así, en la práctica, como si se estuviera ante una presunción iuris et de iure de actuación conforme al estándar de diligencia de un ordenado empresario.
Al tiempo de operar como una causa de exclusión de la antijuricidad de la conducta del administrador, la regla sirve para integrar el enjuiciamiento del parámetro de la diligencia, pues al administrador diligente hay que exigirle la adopción de decisiones informadas, por procedimientos adaptados a las pautas empresariales y a los usos del sector económico en el que se opera. Lógicamente estas exigencias no pueden ser las mismas en la gran empresa que en las pymes, que conforman la mayoría de nuestro tejido empresarial, en las que administración y propiedad aparecen ordinariamente confundidas. Al administrador diligente hay que exigirle el establecimiento de mecanismos de monitorización del riesgo empresarial, que garanticen el flujo de información suficiente desde los aspectos puramente técnicos del negocio hasta el órgano llamado a la adopción de las decisiones operativas.
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Una de las cuestiones que más ha ocupado a la doctrina que ha estudiado la formulación española de la regla de la BJR, es la de determinar si ésta opera con el valor de una presunción de legitimidad de la conducta del administrador, -de manera que el actor debe acreditar su incumplimiento-, o si más bien es el administrador el que, para exonerarse de responsabilidad, debe acreditar el cumplimiento de todos y cada uno de sus requisitos, de forma que opera como una excepción que enerva la acción de responsabilidad.
Deberes Fiduciarios en Situaciones de Crisis Empresarial
En los últimos tiempos ha cobrado un inusitado interés la cuestión de cómo deben modularse los deberes fiduciarios de diligencia y lealtad en situaciones de crisis empresarial, en particular en relación con la proximidad de la insolvencia. En este contexto, suele entenderse que en las proximidades de la insolvencia opera un cambio de deberes, en la misma medida que puede afirmarse que, en tales situaciones, la sociedad ya no pertenece a los socios, que han perdido todo incentivo en las estrategias de conservación a medio o largo plazo.
En este contexto de la preinsolvencia, quizás sea la obligación de seguimiento o monitorización del riesgo empresarial la pauta más segura para establecer el estándar de la conducta exigible. El administrador diligente debe acudir a los mecanismos de alerta temprana, que le faculten para la adopción de decisiones informadas sobre el advenimiento de la situación de crisis empresarial, de manera que debería orientar su actividad a la minimización de las pérdidas.
Responsabilidad de Administradores: Deberes de Lealtad y Diligencia
Un administrador, como tal, tiene (potencialmente) responsabilidad civil por los daños que ocasione como consecuencia de aquellas conductas contrarias a las obligaciones propias del cargo de administrador que la Ley le impone. Existen dos tipos de deberes de los administradores y, en consecuencia, dos clases diferentes de responsabilidad: el deber de lealtad, inherente a la relación que liga al administrador con la compañía y; el deber de diligencia.
El deber de lealtad implica que el administrador esta obligado a anteponer los intereses de los socios y de la sociedad a los suyos propios. Por su parte, el deber de diligencia implica experiencia y habilidad en la gestión y gobierno de la compañía administrada.
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Requisitos para la Discrecionalidad Empresarial
El “estándar de diligencia de un ordenado empresario se entenderá́ cumplido cuando el administrador haya actuado de buena fe, sin interés personal en el asunto objeto de decisión, con información suficiente y con arreglo a un procedimiento de decisión adecuado.” Los requisitos, por tanto, para entender que un administrador actúa dentro de su “discrecionalidad empresarial” son:
- La buena fe (la suma del deber de lealtad y diligencia);
- Que no haya un interés personal (que persiga el bien social);
- Si el administrador cuenta con información suficiente; y
- Que el procedimiento haya sido adecuado (cumplimiento de la ley, los estatutos, reglamentos o políticas internas, etc.).
El legislador ha querido otorgar mayor seguridad a los administradores para evitar que las decisiones empresariales erróneas conlleven automáticamente una responsabilidad. Para ello, se ha establecido un escudo protector de suerte que, si los administradores cumplen con los requisitos legalmente exigidos y expuestos previamente, sus decisiones no serán consideradas antijurídicas.
Por obvio que parezca, no puede olvidarse que los administradores no tienen la obligación de asegurar el éxito empresarial. Ese riesgo, es inherente a la propia actividad empresarial. De esta manera se incentiva la innovación de las propias compañías.
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