Desde los tiempos de Alejandro Magno, hay una pregunta que obsesiona al líder militar: ¿dónde he de estar en la batalla? ¿En primera línea? ¿Un poco hacia la retaguardia, para dirigir mejor a las tropas? ¿O mejor no pisar el frente, y controlar sobre el plano desde mi cuartel de campaña? En resumen: ¿cuál es el papel y el lugar del líder?
John Keegan trata de dar respuesta en su obra La máscara del mando: un estudio sobre el liderazgo a otra de las preguntas esenciales sobre las que gravita la historia bélica: ¿cuál es el papel y el lugar del líder? Así lo explica el propio autor en la introducción de su obra: “El presente libro se ocupa de los generales: de quiénes son, de qué hacen, y de cómo repercute eso que hacen en el mundo donde viven los hombres y las mujeres”.
La guerra supone una variedad extrema de liderazgo. En estado de guerra, el ejercicio del mando castrense consiste esencialmente en conducir una multitud de hombres expuestos de manera patente y sistemática al riesgo de perder la vida, en pos de la victoria. Se trata por tanto de una actividad en extremo desafiante, en que intervienen tanto la personalidad del líder como el contexto histórico en que él y sus ejércitos se desenvuelven.
En buena medida, estudiar el liderazgo militar equivale a indagar en la realidad de la guerra desde el punto de vista del comportamiento humano: revelar el rostro de la batalla, pero enfocado esta vez en el mando. Y es así como el propio Keegan aborda el mentado problema en La máscara del mando, empleando una metodología similar a la de El rostro de la batalla: estudio de casos y análisis comparativo, desde una perspectiva en que factores como la estrategia, la táctica y la logística se subordinan a la contextualización sociohistórica del tema.
Análisis de Líderes Históricos
Keegan analiza las personalidades de cuatro generales históricos, cada uno un reflejo de su tiempo: Alejandro, el superhombre que arriesgaba su vida junto a su tropa; Wellington, el gentleman, dispuesto a luchar únicamente cuando era necesario; Grant, el demócrata que no se consideraba superior a los suyos; y Hitler, que arengaba a sus tropas apelando a heroísmos pasados escondido en su búnker, a cientos de kilómetros del frente.
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El historiador británico advierte que no trata de formular máximas generales sobre la condición humana, sino explicar las características propias de cada líder atendiendo a las circunstancias que le rodean. De nuevo en palabras de Keegan: “Por supuesto que percibo rasgos y conductas comunes en todos los jefes, al margen de su época y su lugar. Pero percibo con más fuerza aún que el modo de hacer la guerra de una sociedad determinada puede ser tan distinto del de otra que los rasgos y conductas comunes de quienes la dirigen resulten menos determinantes que las diferencias relativas a los propósitos a los que sirven y a las funciones que llevan a cabo”.
Sin perjuicio de que el autor evite exponer postulados “universales”, lo cierto es que cada personaje representa un modelo o arquetipo de líder. Alejandro Magno personifica el líder heroico, Wellington el antihéroe, Grant el mando no heroico y Hitler el falso heroísmo.
Alejandro Magno: El Héroe Supremo
El historiador británico aborda la figura de Alejandro Magno destacando su temeridad y su constante presencia en primera línea, que le llevaron a arriesgar en reiteradas ocasiones su vida. Keegan califica, en consecuencia, al general macedonio como el “héroe supremo” que “[…] se veía forzado a dar cada vez más de sí en su épica, conforme se incrementaban sus peligros y sus dificultades. En este sentido, Alejandro es el héroe supremo.
Keegan destaca en él su manera de gestionar los asuntos políticos, sus habilidades diplomáticas, su capacidad como estratega y su dominio en la logística. Como máximo jefe militar, además de rey, siempre estaba al frente, asumiendo los mayores riesgos. Exponía su vida junto a sus hombres, predicando con su ejemplo. El mandaba en solitario, aunque era ayudado por un sequito de consultores. Un liderazgo absoluto que le ha elevado a ser un modelo de héroe a seguir. No se daba por vencido a pesar de las dificultades, lo que le llevó a conseguir victorias arrolladoras.
Wellington: El Anti-Héroe
Wellington y Grant comparten, para Keegan, algunos rasgos similares. Sin embargo, aunque apenas habían transcurrido sesenta años entre Waterloo y la Guerra Civil norteamericana, son perceptibles las diferencias entre ambos en cuanto a la forma de entender el mando. Wellington disociaba los sentimientos y el acto de gobierno (no llegó a pronunciar ninguna arenga a sus hombres), además de mantener un peligroso equilibrio en el campo de batalla entre la exposición y la prudencia.
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El autor hace múltiples comparaciones entre Wellington y Alejandro. Ambos se situaban a una corta distancia del enemigo, para ver lo que ocurría a tiempo real. Aunque con el aumento del alcance de las armas y los cambios en la composición de los ejércitos, Wellington fue reduciendo su exposición, manteniéndose en constante movimiento a una distancia más prudente del enemigo. Los dos militares eran meticulosos trazando planes y comparten éxito en la logística de abastecimiento de sus tropas. Sin embargo, sus metas eran diferentes.
Era una persona muy analítica, estaba al tanto del avance de cada batalla. Su alta capacidad para conocer el terreno y construir mapas mentales fue clave para vencer al enemigo; que junto a su método de organización y a la exposición consciente al riesgo, llevaron a Wellington a derrotar a los franceses.
Grant: El Mando No Heroico
Grant, por su parte, fiel reflejo de la democracia estadounidense, se consideraba un oficial más del Alto Mando subordinado a la nación (su modestia y frugalidad eran legendarias).
Más cabalmente austero que éste, Grant no sobresalía por su aspecto ni por sus maneras, repugnándole la teatralidad en todos los casos. Su modestia era digna del ethos republicano y casaba bien con la jefatura de un ejército de ciudadanos. Como comandante consideró que su lugar estaba lejos del frente, desembarazándose del estilo de liderazgo basado en el ejemplo: el perfeccionamiento de las armas hacía de la exposición innecesaria al fuego enemigo una pura irresponsabilidad. De todos modos, durante la Guerra de Secesión su vida corrió peligro varias veces, y él siempre se mostró imperturbable; nunca se puso en duda su valor físico o moral.
Ulysses S. Grant sabía cómo combatir y ganar una batalla. En la Guerra de Secesión, Grant aportó instrucción, autoconfianza y disciplina para lograr la victoria. Su liderazgo en esta guerra le dio fama internacional. Cuando asumió el mando, mostró su faceta más autoritaria, al igual que Wellington. Para él, la victoria no se lograba con estrategias teóricas, sino combatiendo. Pero su manera de luchar no era igual a la de Alejandro o Wellington. Aunque había ocasiones en las que no podía mantenerse fuera de peligro, no sentía la necesidad de correr los mismos riesgos que los soldados.
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Hitler: El Falso Heroísmo
Hitler, por el contrario, adoptó una actitud diametralmente opuesta a la de los otros generales. Rara vez visitó el frente y cuando lo hizo la actividad bélica había cesado, lo cual no le impidió ejercer un control exhaustivo sobre el ejército alemán. Es más, no resulta descabellado afirmar que tuvo una mayor visión de conjunto que sus predecesores, quienes una vez enfrascados en la batalla tan solo podían contemplar el polvo y a los enemigos que tenían inmediatamente ante sí, mientras que el dictador nazi, gracias a los medios de información, recibía un constante flujo de noticias. Su presencia física era sustituida por la propaganda, por la imagen artificial de líder que acompañaba a sus hombres allí donde se encontrasen y compartía sus penalidades.
Keegan critica duramente este tipo de liderazgo y lo define como “falso heroísmo”: “Los héroes, en última instancia mueren al frente de sus soldados y tienen una sepultura honorable.
Soldado, político y artista. Así se consideraba Hitler a sí mismo. Pero realmente era un joven frustrado por no haber tenido reconocimiento en su juventud y acomplejado por sus orígenes humildes. Tras la guerra suicida, el partido nazi se vio como un salvavidas para evitar el ahogamiento del pueblo alemán. Sus discursos estaban cargados de rencor, inseguridades y utopías, pero supo cómo articular determinados valores sociales hacia su objetivo político: librar una nueva guerra mundial que le diese la victoria a Alemania.
A diferencia de Alejandro, situó su cuartel general lejos del peligro. La radio y las reuniones con sus generales le permitieron llegar a dirigir desde su búnker. La toma de decisiones y la supervisión de la guerra estaban, por tanto, alejadas del frente. Intentaba combinar la seguridad personal con una relativa proximidad a la batalla, y dirigir el sector militar y el civil de manera simultánea. Gran orador y conocedor de la guerra, dominaba los detalles técnicos y tenía una excelente memoria.
El Líder en la Era Nuclear
Keegan se atreve a esbozar un quinto líder, que surgirá de la era nuclear: un posthéroe que basará sus decisiones en la racionalidad y en los cálculos, y cuyo objetivo será evitar la guerra más que ganarla.
El mando ha derivado del general al centro del poder político. Ahora, los líderes políticos ostentan la responsabilidad última. Sin embargo, serán los que más lejos estén del peligro, esto es, de las consecuencias físicas. El mundo nuclear necesita un jefe inactivo, prudente, modesto y racional.