El 31 de octubre de 1937, el presidente Lázaro Cárdenas llegó a Cajeme, Sonora, para entregar los documentos que acreditaban a 2,159 ejidatarios como propietarios de 17,417 hectáreas de riego y 36,099 de temporal en el Valle del Yaqui. Tal acción era parte de la ofensiva reformista emprendida para transformar la estructura de la propiedad agraria en México y, en particular, era la continuación de un proyecto de colectivización agrícola que había comenzado el año anterior en La Laguna.
Mediante este, se entregaban importantes zonas de agricultura comercial a los miembros de una nueva institución campesina: el ejido colectivo. A diferencia del reparto agrario anterior, los campesinos se beneficiaban de tierras fértiles e irrigadas en las que se producía trigo, arroz o algodón destinados no solo al mercado nacional sino incluso al extranjero. Los campesinos beneficiados, según el relato dominante y convencional de los hechos, eran ante todo peones que trabajaban en haciendas o empresas de esas regiones, que se habían organizado en sindicatos «y habían desarrollado una fuerte conciencia política y de responsabilidad social».
Desde entonces la experiencia de los ejidos colectivos ha sido discutida intensamente, ante todo en términos de su desempeño y significado económico-social. Defensores y enemigos, sin embargo, no han llegado a un consenso al respecto. Para los primeros habría representado la culminación de la revolución mexicana y para los segundos un paso más en la sujeción de los campesinos a un nuevo patrón: el Estado. Además, aunque parece claro que al principio tuvieron un comportamiento exitoso, con el tiempo se volvieron ineficientes, costosos e impopulares. En los años cincuenta su número se había reducido enormemente, ya que muchos miembros habían decidido regresar a un régimen de usufructo individual de sus ejidos.
Lo que me interesa destacar es la explicación que se ha dado a ese fracaso de la experiencia de colectivización en el campo mexicano. En su estudio clásico, Salomon Eckstein sugería que el factor principal había sido el cambio de actitud del poder público hacia tal experimento a partir de 1940, cuando Cárdenas terminó su periodo presidencial y Manuel Ávila Camacho reorientó la reforma agraria hacia el apoyo a la pequeña propiedad como eje de la economía agrícola, así como al usufructo individual de las parcelas ejidales. Miguel Alemán y Adolfo Ruiz Cortines simplemente habrían continuado por ese rumbo, agregando una fuerte inversión en infraestructura, particularmente en riego.
Ciertamente, Eckstein señaló algunos fenómenos negativos dentro de la nueva institución, como la discordia interna y la corrupción, pero su impresión era que «el elemento externo se anticipó en el tiempo y predominó en intensidad. Todos estos desarrollos negativos fueron estimulados y reforzados por un cambio gradual en la política oficial». En el caso del Valle del Yaqui, hacía el siguiente balance:
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Esta explicación se ha mantenido como dominante prácticamente hasta nuestros días, a pesar de que Freebairn y Bantjes han señalado tres debilidades de la misma: primera, que el profundo conflicto interno entre individualistas y colectivistas se dio, en Sonora y otras partes, «inmediatamente después de la distribución» y no durante la contrarreforma posterior; segunda, que la «región no estaba aislada de la palestra política nacional», y tercera, que a la contrarreforma le llevó algún tiempo desarrollarse. No fue sino hasta 1948 que un acuerdo presidencial permitió la coexistencia de ejidos individuales y colectivos, de modo que los segundos pudieron entonces pedir legalmente la división de los ejidos colectivos.
El objetivo de este artículo es revisar nuevamente esta experiencia en el caso del Valle del Yaqui en dos sentidos. El primero es hacer una reconstrucción más detallada de los acontecimientos, para lo cual ha sido imprescindible ampliar el rango de las fuentes utilizadas, recurriendo sobre todo a los archivos y a testimonios de diversos participantes. El segundo es proponer una interpretación distinta del mismo a partir de las críticas de Freebairn y Bantjes, pero con los siguientes añadidos.
Primero, que el movimiento por la tierra en la región aprovechó la oportunidad abierta por la expropiación para obtener sus objetivos, pero para ello tuvo que aceptar un proyecto colectivista que no era el suyo. Segundo, que este movimiento no podía ser ajeno a la política dadas las circunstancias conflictivas en que ocurrió. La política, en otras palabras, no puede considerarse un factor externo en este proceso, y los primeros en advertirlo fueron los líderes agraristas, quienes convirtieron a su movimiento en una opción política en el Valle. Tercero, que la división entre colectivistas e individualistas estaba fundada en un marco de significados estructurado alrededor de la posesión privada de la tierra.
De hecho, la propiedad individual de la tierra era parte de la identidad sonorense, de modo que la colectivización fue una solución «impuesta», como reconoce el propio Eckstein, y requirió un trabajo emocional e ideológico muy intenso de parte de los líderes colectivistas para mantener cohesionada a su base social. Mi argumento deriva de un enfoque sobre los movimientos sociales desarrollado inicialmente por Tilly, Tarrow y McAdam. Básicamente proponen que las oportunidades políticas creadas por cambios en los sistemas políticos ejercen gran influencia en los movimientos sociales, pero que en su fase de desarrollo las oportunidades y los límites dependen de la participación de tales movimientos.
Dentro de esta perspectiva teórica, se ha insistido en que los movimientos dotan de «significados compartidos» a la acción política colectiva. Esos significados, sin embargo, no se imponen sobre conciencias vírgenes; más bien entran a una disputa simbólica, en la que el «esquema interpretativo que simplifica y condensa el “mundo de ahí fuera” pautando y codificando selectivamente objetos, situaciones, acontecimientos, experiencias y secuencias de acciones dentro del entorno presente y pasado de cada uno» es el objeto mismo de la lucha entre los diversos actores involucrados.
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La Tierra, Los Hombres y Su Estilo de Vida en el Valle del Yaqui
En el caso del Valle del Yaqui, la creación de estos significados estuvo estrechamente asociada a las particularidades de su poblamiento desde fines del sigloxix. Antes había sido un territorio donde el Estado mexicano apenas tenía presencia, contenido por el insumiso pueblo yaqui. El proceso de colonización, efectuado por particulares como Carlos Conant, el ejército federal y empresarios extranjeros como los hermanos Richardson, ha sido contado ya.
Los colonos venían de otras partes y sus proyectos estaban basados en el control de las aguas del río Yaqui para irrigar sus tierras. Su característica central, como resume Aguilar, «era que su perfil final reproducía un gran conjunto de pequeñas propiedades explotadas básicamente por agricultores modernos, no por latifundistas y grandes propietarios». Para cuando la Richardson fue nacionalizada en diciembre de 1926, había puesto bajo cultivo poco más de 37,000 hectáreas.
A pesar de las facilidades que brindó el paso del Ferrocarril del Sud Pacífico por el valle en 1907, la llegada de los esperados colonos fue lenta. Los primeros crearon un poblado, Esperanza, que apenas contaba con 280 habitantes en 1900. En el valle, por esas fechas, las poblaciones más grandes eran Tórim, con 3,056 y Cócorit, con 2,447 habitantes. En 1921, la estación Cajeme del ferrocarril, futura Ciudad Obregón, apenas tenía 237 pobladores. En 1930, en cambio, ya con su nombre actual de Ciudad Obregón, era la cabecera del municipio de Cajeme y contaba con 8,469 habitantes. Para 1940 se había vuelto el centro indiscutible del Valle, con sus 12,497 habitantes, quienes ya contaban con una moderna carretera que los unía tanto al norte como al sur.
Sin embargo, el salto demográfico aún fue mayor en la siguiente década, pues en el municipio de Cajeme (que había integrado a Cócorit) ya vivían 63,025 personas, de las cuales 30,991 se concentraban en Ciudad Obregón.
Los primeros colonos, nacionales o extranjeros, compartían no solo el ideal de una agricultura moderna y eficiente, sino el de un espíritu pionero, lo que incluía tanto poner en explotación tierras vírgenes como defenderlas de enemigos violentos, en este caso de los yaquis. Uno de ellos, Hugo Schwarzbeck, narró en sus memorias el accidentado periplo que lo llevó al valle.
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Carlos Feuchter, otro alemán que deambulaba por California, se enteró por los periódicos de las promesas de tierra y bonanza para los colonos en el yaqui, y le escribió a Hermann Bruss, preguntándole sobre el asunto. Este le respondió que fuera pronto, «pues la emoción de un filme verdadero, con indios feroces y rancheros valientes, se encontraba en el primer episodio».
Bruss no exageraba. La vida en esos primeros años para los colonos no era fácil. Hubo que traer en carretones arados e implementos. Había que trabajar con el fusil al hombro y aprender nuevas destrezas, como montar a caballo pasablemente, o cocinar algunas cosas básicas. La preparación de la tierra incluía desmontarla de los firmemente enraizados mezquites, pitahayas, sahuaros y ocotillos. Y todo eso en medio de altas temperaturas. El desmonte tenía que hacerse a hacha y los canales secundarios muchas veces se construyeron a pura pala, aunque los más pudientes usaron desde el principio maquinaria tirada por mulas. Todavía en los años veinte y treinta, cada nueva propiedad ganada al monte, como la de Álvaro Obregón, implicaba la misma batalla, durmiendo sobre la tierra recién desmontada.
Todos esos colonos, fueran nacionales o extranjeros, no eran hacendados y mucho menos absentistas, sino «hombres que trabajaban como sus mismos peones para salir adelante». El peligro mayor para estos colonos fue por mucho tiempo el de los yaquis broncos, que en la coyuntura revolucionaria aprovecharon para reanudar su prolongada lucha contra los invasores. Entre 1913 y 1919 sus amenazas y ataques contra pueblos, trenes y propiedades, sin importar la nacionalidad, fue permanente y muy real. En total, entre 1912 y 1918 habrían perdido la vida en la región más de cien agricultores. Pero los colonos siguieron ahí, a pesar de la inseguridad y los daños a sus propiedades.
Lo notable es que, aun en esas condiciones, esta comunidad de pioneros pronto estableció una vida cotidiana caracterizada por la búsqueda del bienestar y la innovación tecnológica, no solo en los campos agrícolas, sino en la vida cotidiana. El uso de automóviles y equipamiento doméstico moderno estaba bastante extendido en la región, junto con casas en que no era extraño encontrar pisos de ladrillo, muros enjarrados y un exterior lleno de palmas, rosales, naranjos y álamos que «refrescaban los atardeceres flameantes de lila».
Por lo demás, se trataba de una colonia muy empeñosa, pues generalmente tenían algo de ganado, cultivaban verduras, hortalizas y fruta, elaboraban jamón, tocino, mantequilla, mermelada, quesos, crema, cerveza, nieves, y hacían alegres excursiones a la playa, partidas de caza y fiestas. La propia compañía Richardson organizaba en Esperanza animados bailes las noches de sábado. Y más importante aún, los jóvenes colonos comenzaron a casarse con mexicanas (sobre todo los alemanes,...
| Año | Población en Cajeme |
|---|---|
| 1900 | 280 (Esperanza) |
| 1921 | 237 (Estación Cajeme) |
| 1930 | 8,469 (Ciudad Obregón) |
| 1940 | 12,497 (Ciudad Obregón) |
| 1950 | 63,025 (Municipio de Cajeme, 30,991 en Ciudad Obregón) |
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